martes, 13 de septiembre de 2011

Los dos 11 de septiembre

Por Hugo Presman

Están separados por 28 años. El derrocamiento de Allende fue el pico de la caída de varios gobiernos populares en América Latina. Mientras que el derrumbe de las Torres Gemelas dio inicio a un invierno planetario.

Están separados por 28 años. Por casualidad ambos fueron un día martes. Los dos tuvieron una enorme proyección. El derrocamiento de Salvador Allende fue el pico más alto de la caída de varios gobiernos populares en América Latina. El Pinochetazo fue el inicio de una cruzada contrarrevolucionaria, promovida por EE.UU, que culminó con el MERCOSUR del terror que fue el Plan Cóndor.

El derrumbe de las Torres Gemelas dio inicio a un invierno planetario cuyos vientos helados se engendraron en el huracán neoliberal de Reagan- Thatcher. El ataque terrorista fue el detonador de una estrategia preparada, por la cual se invadieron países para apoderarse de sus riquezas al tiempo que se los destruía, se limitaron libertades elementales en nombre de la seguridad, se restringió la privacidad de las personas, se crearon campos de concentración diseminados en el planeta en defensa de la democracia, se ejecutaron actos terroristas para combatir el terrorismo. En nombre de la seguridad se acrecentó en forma significativa la certeza  que el planeta quedaba a cargo de escapados de un neurosiquiátrico.

El atentado a las Torres Gemelas 

Las imágenes tienen el poder de atracción similar al que sobre la mayoría de los seres humanos ejerce el agua y el fuego. El impacto de ser testigos de cómo la realidad copia al cine catástrofe. Esos aviones chocando contra las moles de cemento, televisados en vivo y en directo. El fuego arrasador. La gente arrojándose al vacío. Los edificios que se desploman como un helado derretido al sol. El tsunami de cemento hecho polvo que avanza sobre los transeúntes que huyen despavoridos.
El siglo XXI  tuvo su partida de nacimiento de la forma más sorpresiva e increíble. Y llamativamente confusa. Transcurridos cinco años las dudas superan a las certezas.

Más allá de quienes fueron los ejecutores, de las incógnitas sobre el atentado al Pentágono, de la debilidad de la defensa del país con mayor presupuesto militar, de la ineficacia de la parafernalia de la guerra de las galaxias que entre otras causas concomitantes derrumbó el  Muro de Berlín e implosionó a la Unión Soviética, el atentado fue más  que funcional a los intereses que estaban detrás de esa figura secundaria, menos que un actor de reparto, que fue el Presidente George Bush.

Se usó el miedo como principal arma de genuflexión de una sociedad norteamericana que consintió un recorte impresionante de sus derechos, bajo el simbólico nombre da Acta Patriótica,  olvidando lo que decía uno de los padres de la independencia norteamericana, Benjamín Franklin: “Aquellos que son capaces de renunciar a libertades esenciales para obtener un poco de seguridad temporaria no merecen ni la libertad ni la seguridad".

En la era de las comunicaciones y de la información, se mantuvo engañada en forma impresionante a sectores considerables de la población norteamericana que cree aún hoy que en Irak había armas de destrucción masiva o que Saddam Hussein tenía vinculación con Al Qaeda.

Lo que sobrevino, por su inmoralidad, por su degradación, por las mentiras implicó un ingreso al futuro deleznable.

Se ocupó Afganistán, a menos de un mes del atentado, y se contribuyó a su destrucción sin encontrar a Bin Laden, cosa que sucedería en circunstancias confusas e incomprobable una década después. Se implementó el concepto de la guerra preventiva, en la más pura línea de Hitler. Se usó un lenguaje primitivamente binario, eje del bien, eje del mal, están con nosotros o están contra nosotros, mientras se hacían promesas de la búsqueda de la justicia infinita.

No había ninguna vinculación entre Al Qaeda y el gobierno de Irak, pero se lo invadió con ese pretexto y el de las armas de destrucción masiva, que no se encontraron.
El terrorismo es una táctica equivocada criticada por todos los revolucionarios de los siglos XIX Y XX.

Los atentados de Madrid y Londres, vinculados a la participación de Inglaterra y España en la invasión a Irak, fueron respuestas despreciables, insertas en la impotencia de los débiles.

Pero el desprecio se acrecienta cuando es implementado desde el Estado. EE.UU regentea cárceles secretas donde los prisioneros no son identificados públicamente y a los cuales se los somete a las más atroces torturas y degradaciones.

El miedo que es intrínseco a un tercio de la población mundial que sobrevive con menos de dos dólares diarios y donde el hambre y el SIDA son las principales armas de destrucción masiva, pasó a convivir con la población de los países más desarrollados.

La instrumentación  del temor es atroz. Y sobre un miedo generado por fundamentalismos diversos, en donde los contendientes se creen ejecutores de la voluntad divina, la posibilidad de un   mundo más equitativo se aleja, tan rápido como la justicia, prerrequisito de la paz, ambas exiliadas desde siempre de la faz del planeta.   

La muerte de Salvador Allende

Faltaban diez días para que la primavera llegara nuevamente en aquel 1973. Mientras que en nuestro país se esperaba ansiosamente que Perón ganara las elecciones que se realizarían el 23 de septiembre, al otro lado de la cordillera, los aviones sobrevolaban  la sede gubernamental- El Palacio de la Moneda- dispuestos a descargar sus bombas. La primavera no arribaría por muchos años a Chile. Un invierno de terror y muerte llegaría de la mano de asesinos como Pinochet, Leight, Merino y Cia.

Largamente se había preparado el derrocamiento de una experiencia socialista en libertad. Los camioneros, financiados por la oligarquía chilena conocida como los momios, la CIA y la embajada norteamericana, empresas como la ITT, habían sumido al país en el desabastecimiento. Salvador Allende,  “el Chicho”, el protagonista principal de una experiencia original, había entrado en ese edificio símbolo del poder luego de varias derrotas electorales habiendo alcanzado la victoria en las memorables elecciones del 4 de septiembre de 1970. 

Entre ese día triunfal, y el arribo a La Moneda el 3 de noviembre, se organizó desde Washington una excepcional ofensiva para impedir la asunción, que no vaciló en asesinar al general Schneider, en consonancia con la orden del Presidente Nixon,  revelado por la comisión Church “No hay que dejar ninguna piedra sin mover para obstruir la llegada de Allende”. A pesar de las oscuras nubes de tormenta, Salvador Allende dijo el día de su arribo al gobierno: “Miles y miles de hombres sembraron su dolor y su esperanza en esta hora que al pueblo le pertenece. Esto que hoy germina es una larga jornada. Yo solo tomo en mis manos la antorcha que encendieron los que antes que nosotros lucharon........”.         

El almanaque señala el 11 de Septiembre de 1973. Han pasado mil días que revolucionaron la historia chilena, desde la nacionalización del cobre al vaso de leche para cada niño chileno. Desde La Moneda, el presidente desafía a los golpistas: “Pagaré con mi vida la defensa de principios que son caros a esta patria.” Las bombas ya caen sobre el edificio gubernamental, produciendo daños e incendios. La voz del presidente se transmite por la única radio en su poder entre las bombas que estallan y la nerviosidad de los colaboradores dispuestos a acompañar al Primer Mandatario en su decisión irrevocable. 

Decía “Amigos míos. Esta es la última oportunidad en que me pueda dirigir a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado la torre de radio Portales y radio Corporación. Mis palabras no tienen amargura sino decepción........Ante estos hechos, solo me cabe decir a los trabajadores ¡ Yo no voy a renunciar! Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo. Y les digo que tengo la certeza que la semilla que entregaremos a la conciencia digna de miles y miles de chilenos, no podrá ser segada definitivamente. Tienen la fuerza. Podrán avasallarnos. Pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen.....ni con la fuerza.”

 Después de agradecer a los trabajadores, a las mujeres modestas, a los profesionales, a la juventud, a la campesina, al intelectual y denunciar al imperialismo y a los sectores de privilegio “que hoy estará en sus casas esperando con mano ajena, reconquistar el poder para seguir defendiendo sus granjerías”, concluye “Trabajadores de mi patria: tengo fe en Chile y su destino. Superaran otros hombres este momento gris y amargo, donde la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que mucho más temprano que tarde, de nuevo abrirán las grandes alamedas, por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor”. 

Salvador Allende se suicida con su ametralladora, fiel a sus convicciones y a su pueblo.  Treinta y ocho años después, la emocionada voz del Chicho Allende resurge en otras gargantas y otros brazos. Treinta y ocho años después, la fuerza de su discurso póstumo se yergue sobre los Andes y señala al senil asesino, que terminó orinándose en sus pantalones como antes lo hizo sobre el país al que sembró de campos de concentración, desaparecidos y muertos. Esa voz afirmaba: “ ¡Viva Chile! ¡ Viva el Pueblo! ¡Vivan los trabajadores!  Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición “.

Treinta y ocho años después, el monumento de Allende está ahí en La Moneda, y en el corazón agradecido de la mayoría de los chilenos. En casi cuatro décadas, la historia se abrazó con la justicia.

Los dos 11 de septiembre

A diez años del atentado a las torres gemelas el mundo desarrollado está sumido en una crisis sin certeza alguna sobre su finalización. El planeta es mucho más inseguro y EE.UU, ha vuelto a comprobar que como decía Tayllerand: “Las bayonetas sirven para todo, menos para sentarse sobre ellas”. Irak y Afganistán son forúnculos que atormentan a los que han intentado escriturar el planeta a su nombre.

A 38 años del derrocamiento de Salvador Allende, la figura de Pinochet ha sido enviada al basurero de la historia.         

Ni Pinochet ni Bush ayer  y ahora Obama, han prestado atención a las postreras palabras de Salvador Allende. Si lo hubiesen hecho, habrían  aprendido el primer palote de la historia universal. Esa que dice:  “La historia es nuestra y la escriben los pueblos”  

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