La publicidad, que sostiene al sistema de consumo dominante, es una
seria amenaza contra el ecosistema planetario, los recursos naturales y
hasta nuestra individualidad, que al ser expuesta a la propaganda de la
mente grupal se aleja de su autoconocimiento y autorrealización.
La ubicuidad de la publicidad hace que
generalmente no reparemos en su efecto y en lo que significa para el
orden de las cosas. A lo mucho consideramos sus mensajes como una
molestia menor y zappeamos o bloqueamos instintivamente sus imágenes
cuando navegamos por Internet o vamos por un horizonte urbano. Pero
seamos consciente o no de su presencia, esta se filtra a lo más profundo
de la psique colectiva e influye en el mundo que habitamos.
La era de los medios masivos de
comunicación es también, indisociablemente, la era de la publicidad. Ya
que la publicidad, una industria anual de medio billón de dólares,
fondea la comunicación en todo el mundo, la información está en buena
medida determinada por las grandes corporaciones que inyectan miles de
millones de dólares a los consorcios mediáticos. Recordemos que en el
sentido más básico la información es lo que programa nuestra realidad.
Ahora bien, la publicidad sirve a una serie de intereses, el principal
de ellos: la propagación de un estilo de vida.
Uno de los padres de la publicidad fue
Ed Bernays (sobrino de Sigmund Freud), para quien la publicidad es un
eufemismo de la propaganda (después de Goebbels este término fue
relegado justamente como una estrategia de marketing de la misma
publicidad). Bernays desarrolló una serie de conceptos que marcarían el
destino de la publicidad, entre ellos el de “ingeniería del consenso” o
“empoderamiento a través del consumo”, implementando el modus operandi
fundamental de la asociación de un producto con el inconsciente (algo
que tal vez aprendió de su ilustre tío). Actualmente, gracias a Bernays y
a otros más, la publicidad es la propaganda del consumismo por todos
los medios posibles. Más allá de un mensaje puntual de tal o cual
producto, la publicidad promueve siempre el consumo y esto es algo que
tiene serias consecuencias en el individuo y el planeta.
El profesor Justin Lewis, de la
Universidad de Cardiff, ha escrito un notable ensayo sobre los peligros
de la publicidad en el mundo actual, haciendo hincapié en que podemos
estar acercándonos al punto en el que la publicidad se convierta en un
serio peligro para el planeta.
Lewis advierte que la publicidad es el
género principal de TV que vemos. Un espectador británico ve en promedio
48 comerciales de televisión al día; en Estados Unidos una persona se
expone a 25 mil comerciales año. En Australia una tercera parte del
tiempo de TV es publicidad; en Estados Unidos la cifra se acerca al 40%.
Y si bien muchos de nosotros nos sentimos inmunes a la publicidad, ya
que supuestamente tenemos criterio y somos analíticos, numerosos
estudios muestran que el cine y la televisión penetran nuestro
inconsciente afectándonos de diversas formas.
La multimillonaria industria de la
publicidad sabe que para ser efectiva debe de emplear una serie de
trucos o técnicas de persuasión, y para eso paga sueldos astronómicos a
las personas más “creativas” del planeta —convirtiéndose en una especie
de calamar vampiro de la creatividad. Algunas de las mentes que podrían
ser las mejores de nuestra generación (si tan solo abandonaran la
industria del marketing y la publicidad) queman sus neuronas buscando la
manera de engañar a las personas para que compren un producto. De
manera algo deleznable, en los rascacielos de las grandes urbes del
mundo puedes ver a un grupo de creativos tomando LSD para invocar una
“gran idea” que haga a tal candidato obtener más votos, o fumando
marihuana o quizás sirviéndose una “cuba” o un whiskey de su minibar
para pensar en algo que te haga desear (sin saber por qué) comprar más
Coca-Colas. Y así sucesivamente mucha de la energía creativa de nuestro
mundo se consume en un loop de circuito cerrado alimentando a la
sociedad consumo. Esto sin contar que la mayoría del presupuesto que se
destina a la producción de comerciales es inmensamente superior al
presupuesto que se tiene para obras de creación artística, científica o
educativa.
Mientras tanto, de manera taimada o solo ingenua asumimos que la industria publicitaria es esencialmente apolítica.
«La publicidad podrá ser individualmente
inocente, pero colectivamente es el ala propagandística de la ideología
consumista. La moral de las miles de diferentes historias que cuenta es
que la única forma de asegurar el placer, la popularidad, la seguridad,
la felicidad o la prosperidad es a través de comprar más; más consumo
sin importar lo que ya tenemos», escribe el profesor Lewis.
Este mensaje que hace del santo grial de
nuestra existencia una serie de productos que de alguna forma —si
tenemos suficientes— nos harán cumplir nuestros sueños, aquello que
vemos en las personas que aparecen en la TV y en las películas, es
evidentemente una enorme falacia. Como indica Lewis, existen estudios
que claramente marcan que no hay una conexión entre el volumen de
objetos de consumo que una persona acumula y su bienestar. No solo no
necesitamos un gadget o un nuevo cosmético para sobrevivir en un plano
material ni en uno emocional, sino todo lo contrario: los objetos de
consumo son muchas veces lo que nos permite no enfrentarnos con nuestra
emociones, sumiéndolas en un plano inconsciente.
«La investigación muestra que una
caminata en el parque, la interacción social o el trabajo como
voluntarios hará más por nuestro bienestar que cualquier cantidad de
“terapia de compras”. La publicidad, en ese sentido, nos empuja a
maximizar nuestros ingresos en vez nuestro tiempo. Nos aleja de las
actividades que nos dan placer y significado en nuestras vidas
llevándonos a una arena que no nos puede proporcionar esto —lo que Sut
Jhallu llama “el mundo muerto de las cosas”», escribe Lewis en Open Democracy.
Aún más importante es el hecho de que,
en un mundo finito, nuestro ritmo de crecimiento de consumo es
insostenible. Para el fin de este siglo, si seguimos consumiendo como lo
estamos haciendo, la economía mundial tendrá que ser 80 veces más
grande —y los recursos naturales del planeta lo sufrirán.
Además de amenazar el ecosistema, la
publicidad es parte fundamental del programa cultural de la mente
grupal: una transmisión memética que, sin aplicar un juicio de valor,
nos moldea individualmente conforme a un paradigma establecido por
aquella élite que se dedica a la ingeniería del consenso, para poder
mantener el status quo. En cierta forma la publicidad es la forma en la
que la clase dominante se comunica con las masas, una comunicación
vertical, desde la cima de la pirámide electrónica hacia abajo.
«Si entendemos el mecanismo y los
motivos de la mente grupal, entonces, ¿no sería posible controlar y
regimentar a las masas, según nuestra propia voluntad sin que ellos lo
sepan? La reciente práctica de la propaganda ha probado que es posible»,
escribió Ed Bernays en los albores fundacionales de la publicidad.
La publicidad actualmente, con la industria del infotainment,
va más allá de los anuncios comerciales, penetra el contenido de la
mayorías de los programas en los medios masivos, es en sí misma el
programa dominante:
«Este programa de deseo sexual incluye
todas las cosas que se requieren para tener sexo: dinero, estatus,
éxito, imagen, belleza, estar en forma, confianza, carisma social y
otros. Todas estas cosas son deseables para nosotros de acuerdo con un
fin especifico: tener sexo. La publicidad es un recordatorio constante
de lo anterior, lo mismo que el porno. Actualmente los dos se han
fundido: la publicidad es frecuentemente pornográfica y los sitios de
pornografía (al igual que los de encontrar pareja) y sus anunciantes han
inundado, literalmente, el Internet», escribe Aeolus Kephas, en Escritores del Cielo en Hades.
El mass media, con su masaje
masivo de la psique, nos recuerda constantemente, en su fusión con la
publicidad, todas las cosas que necesitamos para tener sexo, para ser
felices o para conseguir nuestro sueños. Y de tanto recordárnoslo —la
tautología que se vuelve verdad— nos implanta una especie de memoria y
deseo ajeno, donde corremos el peligro de querer (e incluso conseguir)
lo que todos quieren —y dejar a un lado el descubrimiento y la búsqueda
del individuo, que solo puede ser él mismo, en su totalidad, si se
desprende del colectivo y de la programación mental masiva.
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