P.A. David Nesher
Los estados
de ánimos expresados en redes sociales, tales como Facebook, se especializan en
desnudar el interior de los conectados a ellas. De ese modo, y ante la pregunta
“¿qué estás pensando?”, nos encontramos con un sinnúmero de emociones que expresan
las creencias que les dan origen. Es así como en estos últimos años he sido
testigo de emociones fundamentadas en la ignorancia. Lo más triste (y/o vergonzante)
de ello es que dicha ignorancia reina abundantemente en aquellos que diciéndose
evangélicos, pueblan la web con la evidencia de tener un Dios en sus labios que
está muy lejano de sus corazones pues confiesan doctrinas y tradiciones humanas en
vez de los lineamientos escriturales de la revelación (Mateo 15:8-9).
Una de esos
dogmas humanos y lleno de superstición es la creencia de que los muertos están
presentes leyendo todo, y cada una de las palabras, que escriben sus deudos en
los muros de su Facebook.
Incluso,
personas que dicen habitar en el diseño del Monte Santo de Dios, quizás
conducidas por un dolor causado por la deuda que aún sienten en sus conciencias, colocan una y
otra vez alguna leyenda en la que le expresan a su difunto (padre, madre, hermanos, etc.) cuánto lo extraña y
cómo lo experimenta todo el tiempo a su lado.
Por todo
ello, y ante la evidencia que muchos de estos “cristianos” no se dejan exhortar
en privado, me siento movilizado por la Verdad ha catequizar proféticamente al respecto, intercediendo para que el Espíritu Santo del Señor pueda arrancar del cautiverio a tantos prisioneros del luto.
Comenzaré
dejando bien en claro que toda la estructura de la fe mesiánica descansa, desde
sus comienzos, sobre un hecho histórico maravilloso: la resurrección de Jesús de
los muertos y la resurrección de sus fieles seguidores en el día final.
También
expondré que la cosmovisión que la Biblia presenta acerca de la muerte del
hombre es diametralmente opuesta a la heredada de la Gran Prostituta.
Satanás también usa a la mayoría de las religiones para enseñar que los difuntos se convierten en espíritus a los que los vivos deben respetar y honrar. Según esta creencia, esos espíritus pueden ser amigos poderosos o enemigos terribles. Creyendo esta mentira, muchas personas los temen, los honran y les rinden culto. La Biblia, en cambio, enseña que los muertos están durmiendo y que solo debemos adorar al Dios verdadero, Yahwéh, quien nos ha creado y nos ha dado todo (Apoc. 4:11).
Las primeras
comunidades de discípulos sabían que el rescate del sacrificio del Mesías
Yahshúa (Jesús) abrió el camino para que podamos vivir eternamente. También tenían
la certeza de aquello que los escritos apostólicos prometían que “la muerte no
será más” (Revelación [Apocalipsis] 21:4). Pero mientras llega ese día, todos
morimos. Como dijo el sabio rey Salomón, “los vivos tienen conciencia de que
morirán” (Eclesiastés 9:5).
Pero he
notado, aún en mi propia vida, que cuando nos toca llorar la pérdida de seres
amados, somos tentados a pensar cuestionamientos como estos: “¿Qué ha pasado
con ellos? ¿Están sufriendo? ¿Nos cuidan de algún modo? ¿Podemos ayudarlos?
¿Los volveremos a ver?”.
Hace muchos siglos, el fiel Job hizo esta pregunta: “Si un hombre […] muere, ¿puede volver a vivir?” (Job 14:14). En otras palabras, ¿es posible devolver la vida a quienes duermen en la muerte?
He notado
también que gracias a estas preguntas que el alma realiza en el momento del
duelo las religiones del mundo ofrecen distintas respuestas. Algunas enseñan
que los buenos van al cielo, y los malos a un lugar de tormento. Otras dicen
que pasamos al reino de los espíritus para estar con nuestros antepasados. Y
hay religiones que afirman que entramos en el mundo de los muertos para ser
juzgados y después nos reencarnamos, es decir, volvemos a nacer en otro cuerpo.
Lo cierto es que, todas y cada una de esas respuestas persiguen un solo fin:
mantener cautiva una masa humana que permita un gran porcentaje de ingresos a
fin de sostener las estructuras de poder que la Gran Babilonia construye día a
día para dominar los cielos (ámbitos espirituales).
Casi todas
las religiones, tanto del pasado como del presente, afirman que, de una u otra
forma, continuamos viviendo para siempre y conservamos la capacidad de ver, oír
y pensar. Pero ¿cómo puede ser eso posible? Los sentidos, lo mismo que el
pensamiento, dependen del cerebro, el cual deja de funcionar cuando fallecemos.
Nuestros recuerdos, sentimientos y sensaciones no se mantienen vivos por sí
solos de algún modo misterioso. Es imposible que lo hagan, pues dejan de
existir cuando el cerebro se destruye.
Pero,
volviendo a los que las primeras comunidades mesiánicas creían, tenemos que
entender que el fundamente de esas doctrinas provenía del Manual del Creador,
las Sagradas Escrituras. En ellas leemos por ejemplo lo que Job mismo dijo
referente al Redentor, cientos de años antes que Él naciera:
"Yo
sé que mi Redentor vive, y al fin se levantará sobre el polvo" (Job
19: 25).
Y ese varón
de fe añade esta nota triunfante referente a al justo que muere:
"Y
después de deshecha esta mi piel, en mi carne he de ver a Dios"
(versículo 26).
Así mismo
notamos que este mismo varón patriarcal había revelado con anterioridad lo que le
acontece a cualquier ser humano cuando fallece:
“Como una nube se desvanece y pasa, así el que desciende al Seol no subirá;
no volverá más a su casa, ni su lugar lo verá más”.
(Job 7: 9-10).
No hay duda
pues que una vez que la muerte física acontece al ser humano, este queda
desconectado con todo lo que haya sido de significación para él en este vida.
Las
Escrituras van aún más allá. Dicen que en ocasión de la muerte el poder del
hombre para pensar cesa:
"No
confiéis en los príncipes, ni en hijo de hombre, porque no hay en él salvación.
Pues sale su aliento, y vuelve a la tierra; en ese mismo día perecen sus
pensamientos."
(Salmo 146: 3, 4)
No debe
haber ningún error aquí. No debe nadie que se autodenomine hijo de Dios
permitirse caer en engaño alguno. El Creador sabe lo que ocurre en ocasión de
la muerte. Y él nos dice que los muertos no piensan. Esto significa que ya no
tienen forma de comunicarse con los que aquí han quedado llorándolo.
Por favor
presta atención en este otro texto de las Escrituras, tal vez el más importante
que hemos de leer:
"Porque
los que viven saben que han de morir; pero los muertos nada saben, ni tienen
más paga; porque su memoria es puesta en olvido. También su amor y su odio y su
envidia fenecieron ya; y nunca más tendrán parte en todo lo que se hace debajo
del sol" (Eclesiastés 9:5-6).
Después de
afirmar que los vivos saben que morirán, Salomón escribió que “los muertos […]
no tienen conciencia de nada en absoluto”. Entonces amplió esa verdad
fundamental al decir que no pueden amar ni odiar y que “no hay trabajo ni
formación de proyectos ni conocimiento ni sabiduría en el [sepulcro]”
(Eclesiastés 9:5, 6, 10).
¡Ahí está!
Los muertos nada saben. No pueden recordar. No pueden amar, ni odiar, ni
envidiar. ¿No debe esto resolver para siempre la pregunta de lo que ocurre en
ocasión de la muerte?
Según la
esperanza de aquellos primeros discípulos, los muertos no han de ser llamados
hasta aquel día grandioso y final cuando Jesús mismo regrese. Ese día, y
solamente entonces, la muerte dará lugar a la inmortalidad, a la vida
perdurable.
¡Es maravilloso entender que cuando conocemos la Verdad sobre los muertos, ya no nos engañan las mentiras religiosas!
Además, entendemos mejor otras enseñanzas de la Biblia, como por ejemplo, la promesa de vivir eternamente en el ámbito de los Nuevos Cielos y la Nueva Tierra. Esta esperanza se vuelve muy real para nosotros cuando aprendemos que los difuntos no van a vivir como espíritus a otra parte.
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