Si queremos vivir y protagonizar grandes cambios de reforma en la historia de la Salvación, debemos despertar nuestras conciencias desde los hechos históricos mismos. De acuerdo a esto, y analizando los primeros diez siglos del cristianismo, concordaremos que no fue la herejía gnóstica, ni sus sectas esotéricas, la que contaminó y quebrantó la esencia e imagen de la Iglesia en el mundo sino el papado mismo. Debido a la incesantes maniobras políticas y la obsesión por los negocios temporales, debido al abuso de poder y a una inaudita malignidad, los papas, a quienes se suponían eran el factor de unidad, corrompieron toda la cristiandad.
De acuerdo a la historia del cristianismo sabemos que hubo un tiempo en el que todo lo que rodeaba a los papas estaba envuelto en guerras, traiciones, muertes y ambiciones. Se trata de una época en la que los papados eran relativamente cortos y difícilmente se podía encontrar a algún pontífice que superase los dos o tres años en el cargo.
Odio, traiciones, venganzas y mucho sexo desmedido fue, es y será la atmósfera que durante siglos ha rodeado todo lo que está relacionado con los pontífices y todos los oscuros personajes que los acompañaban. Todo este perfil luciferino ha impregnado a la Iglesia de Roma desde un tiempo específico de su pasado oscuro. Época denominada en el siglo XVI por el cardenal César Baronio como el tiempo de la Pornocracia (gobiernos de las prostitutas).
Hablamos de un periodo que ha sido bautizado por algunos como ‘saeculum obscurum’ (edad oscura) y en el que en poco más de 150 años (del 880 al 1046) desfilaron por el ‘trono de San Pedro’ un total de 48 papas.
Para empezar, nos será muy esclarecedor consultar alguna de las nóminas papales desde el año 880 aproximadamente. Durante el siglo y medio siguiente se contabilizan pontífices, cuyos pontificados duraron un promedio de cuatro años cada uno. En la primera época, el ritmo de los cambios fue muy parecido; ello se explicaría por el hecho de que los papas solían ser elegidos cuando ya eran ancianos y de salud delicada. Pero durante los siglos IX y X, muchos papas eran apenas veinteañeros, bastantes eran adolescentes. Algunos duraron veinte días, un mes o tres meses. Seis de ellos fueron depuestos, no pocos fueron asesinados. En verdad es imposible saber con exactitud cuántos papas y antipapas (impostores) se erigieron en la silla de San Pedro durante este período, ya que todavía no existía un procedimiento establecido para la elección ni se había determinado quiénes podían ser los candidatos.
Cuando un Papa desaparecía en forma repentina, todos los habitantes de Roma y regiones aledañas se preguntaban: ¿Habrá sido degollado y arrojado al Tiber? ¿Lo habrán recluido en una mazmorra? ¿Se hallará durmiendo la borrachera en un burdel? ¿Le habrán cercenado la orejas y la nariz como le ocurrió al papa Esteban VIII en 930, quien, comprensiblemente, jamás volvió a mostrar su rostro en público? ¿O bien habrá escapado como Benedicto V en 964 que, luego de "deshonrar" a una muchacha, salió huyendo de inmediato a Constantinopla con todo el tesoro de San Pedro, para reaparecer una vez que hubo agotado los fondos y causado estragos complementarios en Roma? Respecto a este último, es interesante señalar que el historiador de la Iglesia Gerberto llamó a Benedicto "el más inicuo de todos los monstruos del descreimiento", pero su juicio resultó prematuro. Con el tiempo, este pontífice fue muerto por un marido celoso. Su cadáver, traspasado por cien puñaladas, fue arrastrado por las calles antes de ser arrojado a un sumidero.
Sin lugar a dudas, ante tan detalladas evidencias históricas, estos pontífices constituyen el más infame conjunto de dirigentes que en la historia han existido. Fueron descarnadamente bárbaros. La antigua Roma no tuvo nada que rivalizar con su putridez.
Uno de estos Papas, Esteban VII, preso de una total demencia, desenterró a uno de sus predecesores, el corso Formoso (891-896), que había muerto hacía más de nueve meses. En lo que se llamó el Sínodo Cadavérico, vistió al hediento cadáver con galas pontificales, lo sentó en el trono lateranense y procedió a interrogarle personalmente. Formoso fue inculpado de ascender al solio pontificio recurriendo a medios espurios; siendo como era obispo de otro lugar, no podía ser elegido por Roma. Según el Papa Esteban, aquella circunstancia invalidaba todos sus actos, en especial sus ordenaciones. En nombre de Formoso, replicaba un gárrulo diácono adolescente. Una vez hallado culpable, el cadáver fue condenado como antipapa, despojado de todo lo que llevaba puesto, a excepción del cilicio adherido a sus ajados despojos y, menos los dos dedos con los cuales había impartido sus indebidas bendiciones apostólicas, arrojado al Tiber. El cuerpo, sujeto por el cilicio como una res muerta, fue rescatado por un grupo de admiradores de Formoso, que le dieron secreta sepultura. Tiempo después, fue reinstalado en su sepulcro de San Pedro. En cuanto a Esteban, no tardó en morir, estrangulado.
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El corso Formoso, siendo juzgado por el Papa Esteban VII en el Sínodo Cadavérico |
Los Papas mutilaban y, a su vez, eran mutilados, mataban y eran muertos. Sus existencias no guardaban ninguna relación con los evangelios. Unos debieron su elevación a su ambiciosa parentela, algunos a la influencia de hermosas amantes de alcurnia en lo que acabaría por conocerse como "la soberanía de las rameras".
El obispo Liutprando de Cremona, en su obra “Antapodosis”, dejó una descripción muy gráfica de lo que aconteció durante aquellos años de pornocracia, relatando con todo lujo de detalles cómo eran las fiestas y orgías que se organizaban en el Vaticano, a las que asistían desvergonzadas prostitutas que bailaban y deleitaban a los presentes, para finalmente yacer con todos ellos.
También explica como todos los obispos de la ciudad de Roma estaban casados y sus esposas se confeccionaban sus ropas con las sedas de las vestiduras sagradas.
El obispo relata acerca del lugar prominente que ocupó Marozia, de la familia de los Teofilato, en este tiempo de gobierno papal. Marozia fue bien adiestrada por su madre Teodora, quien tenía otra hija llamada también Teodora, nacida de su relación con el Papa Juan X (914-929). Quienquiera que haya dicho que las mujeres nunca influyeron en las directrices de la Iglesia es porque nunca tropezó con estas dos increíbles y decididas señoras. En menos de un decenio, crearon -y cuando les plació, destruyeron- no menos de ocho Papas.
En su obra "Decline and Fall", el historiador Edward Gibbon (s. XIX) afirma que fueron estas "papisas" las que darían nacimiento a la leyenda de la Papisa Juana. Durante siglos se creyó en la existencia de esta papisa, hasta la época de la reforma. Para los ingleses es un consuelo saber que la única mujer Papa fue una hermosa anglosajona. Revestida con sus atuendos pontificales, según narra la leyenda, trajo al mundo un niño mientras se dirigía desde el Coliseo a la iglesia de San Clemente, muriendo en el acto.
De Teodora, el obispo cuenta cómo sedujo a un joven sacerdote, del que se encapricho locamente, lo mandó nombrar Arzobispo de Roma y tras un corto periodo en el cargo , logró que lo nombraran papa bajo el nombre de Juan X. El obispo Liutprando, escribirá acerca de ella: “Cierta ramera sin vergüenza, llamada Teodora fue durante algún tiempo monarca de Roma, y vergüenza da escribirlo, ejerció su poder como un hombre. Tuvo dos hijas, Marozia y Teodora, que no sólo la igualaron sino que la sobrepasaron en las prácticas que ama Venus”. Esas prostitutas determinaban quién sería el papa, ¡increíble “sucesión apostólica”.
El historiador Gibbon escribió lo siguiente en su obra:
“La influencia de dos prostitutas, Marozia y Teodora, se fundaba en su riqueza y belleza, sus intrigas políticas y amorosas. A los más vigorosos de sus amantes los recompensaban con la mitra romana...El hijo, el nieto, y el biznieto bastardos de Marozia – extraña genealogía – se sentaron en la Silla de San Pedro”.
El poder de Marozia, según las crónicas, fue aún mayor que el de su madre. Se sabía ent toda Italia que ella no era hija del cónsul y senador romano Teofilacto I, marido oficial de Teodora, sino que nació de la relación extraconyugal con el Papa Juan X.
Por el lecho de la joven Marozia también pasaron algunos papas o candidatos al puesto, siendo uno de los más destacados Sergio III, con el que tuvo un hijo cuando contaba con 16 años y que fue también nombrado papa con el nombre de Juan XI (el séptimo del periodo de la pornocracia) cuando solamente contaba con 20 años de edad.
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Marozia |
Cuando Marozia se convirtió en la manceba de Sergio, tenía quince años y él contaba cuarenta y cinco. Tuvo un hijo del Papa a cuya carrera se consagró. Sergio moriría cinco años más tarde, tras siete de pontificado henchidos de derramamientos de sangre, intrigas y pasiones.
Marozia era ahora la amante de un papa y la madre de su bastardo. ¡Luego sería madre del papa, abuela del papa, y después de muerta, bisabuela de dos papas y tatarabuela de otro! Por muchos años, el papado fue estrictamente uno de los títulos de una de las familias de Roma. Dice Halley, p. 774, “Teodora, junto con Marozia, la prostituta del Papa, llenaron la silla papal con sus hijos bastardos y convirtieron su palacio en un laberinto de ladrones”.
Será aquí interesante y anecdótico contar que el Papa Sergio también exhumó al Papa Formoso, ya fallecido desde hacía diez años, y le hizo condenar de nuevo. Como buena providencia, decapitó el cadáver de Formoso; también le amputó tres dedos más antes de lanzarlo al Tiber. Cuando el torso acéfalo fue a enredarse en la red de un pescador, sus despojos lograron una nueva existencia de embeleso al ser devueltos por segunda vez a San Pedro.
Muerto el Papa Sergio III, en esos momentos, irrumpió en el escenario la familia de los Alberico, originarios de Toscana, en el norte. El Papa Juan X sugirió a su compañera de lecho, Teodora, que el enlace entre Marozia y Alberico de Camerino podría ser beneficioso para todos. Marozia detectó la estrella ascendente y de esa unión nacería Alberico hijo. Alberico padre, quizá instigado por su esposa, intentó un golpe prematuro para apoderarse de la dirección de Roma y perdió la vida. El Papa Juan obligó a la joven viuda a contemplar su cadáver mutilado. Fue un error. Una mujer que había dormido con el Papa Sergio conocía todos los resortes de la venganza.
Mientras tanto, Teodora, la madre de Marozia, mantuvo el poder. Esta hizo nombrar papa a Anastasio III (911-913), y después a Landón (913-914). Estos dos papas fueron simples marionetas en las manos de Teodora. Dice Hunt: “Teodora misma era concubina de dos eclesiásticos a quienes ella manipuló en rápida sucesión al “trono de Pedro”, luego de la muerte de Sergio – los papas Anastasio III y Lando. Al enamorarse de un sacerdote de Rávena, también lo manipuló para que ocupara el trono papal” ("A Woman Rides the Beast", p. 109-110).
Este clérigo de Rávena que menciona Hunt, era Juan de Tossignano, quien se convertirá en el Papa Juan X (914-928). Además, según el obispo Liutprando, Juan era un clérigo joven y ambicioso de Rávena que acudía con frecuencia a Roma a despachar asuntos oficiales. Entró en contacto con Teodora y enseguida entró bajo su protección. Esto le llevó a realizar una gran carrera. Tanto fue así que llegó a ser obispo de Rávena; esto hizo que ya no visitara Roma tan a menudo. Relata Liutprando: “De ahí que Teodora, como una meretriz temerosa de tener pocas oportunidades de acostarse con su amante, le obligara a abandonar su obispado para tomar - ¡Oh, crimen monstruoso!- el Papado de Roma”. Así pues, ese Juan, que luego fue el papa Juan X, consiguió el solio pontificio para que así pudiera mantener relaciones sexuales con esa Teodora, a la que a la sazón llamaban Teodora la Anciana. El Papa Juan X también fue amante de Marozia, tuvo con Teodora una hija y nombró a un niño de cinco años arzobispo de Reims, hijo del conde Heriberto. ¡Todo tan repugnante como cierto! Todo esto tenía lugar en el año 914, cuando Marozia contaba con veintidós años de edad. Sin embargo, todo esto a Marozia no le importaba demasiado; su hijo era demasiado joven para el papado, incluso para aquellos tiempos.
Después de la muerte de Teofilato, y de Teodora, este papa Juan quiso dar preeminencia a su hermano Pedro siguiendo su impulso nepotista, pero con ello se encontró con la oposición de Marozia, la hija de Teodora, que como nada menos que senadora de Roma, controlaba el poder civil. Marozia, poco antes enviudó, y se casó de nuevo en el año 926 con el margrave Guy de Toscana. Entonces mandó asesinar a Pedro, el hermano del papa Juan, en su misma presencia. Luego encerró al propio Juan X en la cárcel y lo mandó matar, ahogándole con una almohada en el año 928. Juan X había llegado a la silla de Pedro de la mano de Teodora y lo abandonó muerto por orden de su hija, Marozia.
Marozia, esperando que creciera su hijo (el que tuviere con el papa Sergio III), nombró papa a León VI (929), y luego a Esteban VII (928-931), otra vez justificando todo en el dogma de "sucesión apostólica". Los dos papas tuvieron un breve pontificado, uno y otro desaparecieron en misteriosas circunstancias. Los dos, León y Esteban, fueron elegidos gracias a Marozia, quien no dudó en asesinarlos, demostrando, una vez más, quién era la que mandaba.
Cuando ese hijo ilegítimo tuvo veinte años, le hizo subir al solio pontificio con el nombre de Juan XI (931-935). Las obras de este pontífice fueron atroces acordes a la mentalidad de los pechos que lo amamantaron. Él y sus amigos, tenían la costumbre de secuestrar mujeres y las tenían sometidas a relaciones sexuales forzosas durante días; lo mismo que sometieron también a hombres jóvenes y nobles con igual procedimiento. Le gustaba ver como perros y burros acometían a prostitutas secuestradas para tal espectáculo.
Este Papa montó un burdel en palacio Laterano. Malversó el dinero de la Iglesia. Ordenaba obispos a niños de diez o doce años con los que luego mantenía relaciones. Tuvo relaciones sexuales con su hermana de catorce años y con su madre. Las mujeres pías que iban a las iglesias de los Estados Pontificios dejaron de hacerlo debido a la lujuria de los clérigos. Ordenó un obispo en un establo y cuando un cardenal se lo echó en cara lo castró. A los clérigos que eran sus enemigos los mató azotándolos, les cortaba las narices, las manos, los dedos.
Al tiempo, y mientras Juan XI encabezaba la cristiandad, falleció Guido de Toscana y la hija de Teodora, ahora viuda, no dudó en contraer matrimonio con su hermanastro, Hugo de Arlés, aquel a quien Juan X había apoyado en su candidatura al Imperio. Marozia demostraba, de nuevo su habilidad. Esta relación podría haber sido tumbada por incesto, habiendo, además, repudiado Hugo a su anterior mujer. Aun así, necesitaría de una bula papal por razón de parentesco. Evidentemente, le fue concedida por su hijo. La boda se habría de celebrar en la primavera de 932, y Marozia se convertiría en reina consorte de Italia.
Marozia, se casó con Hugo de Arlés simplemente porque este había recibido el título de rey de Italia. Ella sabía que así acrecentaría su poder sobre la ciudad de Roma, pretendiendo acceder a la corona imperial, pues no en vano su hijo Juan, ahora papa, podía convertir a un rey en emperador (recordemos la “Constituitio Lothari”). No le salió bien esta jugada a Marozia, ya que Alberico, su propio hijo, encabezó una revuelta e hizo encarcelar a su madre y a su hermanastro el papa Juan. Este último fue desposeído de todo poder temporal, aunque conservó el solio hasta su muerte en el año 935.
Entonces todo se vino abajo a causa del segundo hijo de Marozia, el celoso Alberico, dieciocho años de edad. Se apoderó de Roma para convertirse en hacedor de Papas. Hugo de Provenza abandonó a su mujer y cayó en desgracia. Alberico puso a Juan XI, su hermanastro e hijo del Papa Sergio, bajo arresto permanente en Letrán -donde moriría cuatro años después- y metió en prisión a su propia madre.
Agostada la flor de su juventud, Marozia seguía siendo una mujer de distinción cuando holló por primera vez el mausoleo de Adriano, conocido popularmente por Castel Sant' Angelo. Permanecería en ese terrible lugar junto al Tiber, sin que se le perdonase un día, durante más de quince años.
Contaba más de sesenta años cuando, en la mazmorra, le llegó la noticia de la muerte de su hijo Alberico, a los cuarenta años de edad, y el ascenso de su nieto Octaviano (hijo de Alberico), dentro de la Iglesia hasta imponerse como Papa. Fue el primer pontífice que cambió su nombre, llamándose a sí mismo Juan XII. Esto sucedía en el curso del invierno de 955.
En la primavera de 986, el Papa Gregorio V, que contaba con veintitrés años de edad y su primo el emperador Otón III, decidieron que la pobre anciana ya había languidecido suficiente tiempo en prisión. En aquellos momentos Marozia contaba con más de noventa años de edad y, si bien arrinconada, nunca fue realmente olvidada en las altas instancias. El Papa mandó a un sumiso obispo para que la exorcizase de sus demonios y levantara su pena de excomunión. Fue absuelta de sus pecados y a continuación fue ejecutada.
Teodora y Marozia fueron mujeres que se sirvieron de la combinación de sexo e intriga para elevar al trono de Pedro a varios Papas y deshacerse de ellos con la misma facilidad cuando dejaban de ser útiles para sus deseos ambiciosos. Convirtieron a Roma en un caldero de rencillas, rencores y odios viscerales.
Como podemos ver, estas mujeres comparten la crueldad, la ambición de poder y el uso inteligente de su sexualidad, inspiradas en el ingrediente que la serpiente antigua siempre aporta en este estilo de via: el fanatismo religioso.
Arteras, se disfrazaron de piadosas para dar rienda suelta a sus más profundos odios y fueron las ideólogas de las primeras matanzas religiosas y las artífices de las más crueles persecuciones en nombre de Cristo. No vacilaron en meterse en la cama de reyes y de Papas para erigir monstruosas hogueras, verter venenos en copas y comenzar verdaderas campañas de exterminio.
¡Desde entonces el espíritu de Jezabel gobierna sobre las naciones de occidente!