Había una vez en un
supermercado una pila de latas de tomate. La habían hecho en forma de pirámide,
y como en toda forma piramidal las latas de abajo aguantaban todo el peso. Día
tras día, semana tras semana y mes tras mes.
Los reponedores simplemente
cubrían los huecos dejados por las latas de arriba que se iban vendiendo, pero
nadie pensaba en las de abajo. Las de abajo solo veían como las otras marchaban
orgullosas y lustrosas a descubrir nuevos mundos.
Pero llegó un momento en que
algunas las latas de la última fila, hartas de aguantar la humedad del agua de
fregar, el frío del suelo y el maltrato de los carros de la compra, comenzaron
a hincharse y a deformarse.
Al principio fueron unas pocas
y no sucedió nada. Pero a medida que pasaba el tiempo la cosa empeoró. Cada vez
había más y más que se hinchaban, y no solo eso, al hacerlo desplazaban a las
que tenían al lado generando más y más desorden y creando un gran desequilibrio
entre las de las filas superiores.
Los empleados llegaban por las
mañanas, pero en lugar de desmontar toda la pirámide, un sistema que les había
funcionado bien durante tanto tiempo, simplemente daban algunas patadas a las
de la fila de abajo para que todo se mantuviera en ese orden geométrico, casi
divino, que tanto gustaba a los gerentes del supermercado.
Pero de todos es sabido que no
hay nada que perdure si no se cuida y se mantiene como es debido. Por muchas
patadas que dieran los empleados no podían evitar que día tras día más y más
latas se hincharan.
Hasta que llegó lo inevitable.
Una noche, cuando los empleados no estaban y los vigilantes nocturnos se
hubieron dormido, toda la fila de abajo se desparramó por todos los lados posibles.
Fue terrible, ya que gracias a
la ley de la Gravedad de Sir Isaac Newton, las latas, cuanto más arriba estaban
más fuertes se golpeaban contra el suelo.
Cuando llegó la gerencia por la
mañana y abrió las persianas se encontraron un panorama desolador: muchísimas
latas reventadas, esparcidas por todas partes y todo el suelo rojo como si
fuera sangre; otras, abolladas y con las etiquetas destrozadas, habían ido a
parar debajo de las estanterías.
Solo la fila de abajo
permanecía casi sin desperfectos, salvo los producidos por todo el tiempo que
hubieron de aguantar a las filas de arriba.
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