martes, 10 de abril de 2012

Honduras, capital mundial del crimen... un país que clama por la manifestación de los hijos de Dios


La guerra del crimen organizado deja al menos 20 asesinatos por día, tope de la tasa global de homicidios. 
El país se encuentra dominado por narcos y las pandillas. 
Centroamérica es la vía por donde pasa el 90% de la cocaína que consume Estados Unidos.


"Volvamos a vivir en paz", dice una valla gigante a la entrada de San Pedro Sula, 240 km al norte de Tegucigalpa, donde es más encarnizada la guerra del crimen organizado, que enluta con 20 asesinatos por día a este país centroamericano de 8,2 millones de habitantes.

Una orgía de violencia ligada al narcotráfico colocó a Honduras en 2010 al tope de la tasa mundial de homicidios, cuando registró 82 por cada 100.000 habitantes -11 veces más que la media mundial-, de acuerdo con la ONU.

La tasa volvió a subir, en 2011 a 86, según informes oficiales hondureños, mientras San Pedro, con 174 homicidios por cada 100.000, tiene el deshonroso mote de "capital mundial del crimen". El mayor número de homicidios ocurridos aquí en San Pedro Sula, un centro de fabricación de una vez-en pleno auge que se está convirtiendo en la Ciudad Juárez de América Central.


Centroamérica, que es con México la vía por donde pasa el 90% de la cocaína que consume Estados Unidos, es la zona más violenta del mundo según la ONU. Con la ofensiva del gobierno mexicano, los cárteles de la droga desplazaron en los últimos seis años operaciones al istmo, y aliados con las pandillas locales siembran el terror.


Virtual toque de queda


Hombres fuertemente armados custodian empresas, restaurantes o pequeños comercios. 

Apenas anochece, barrios marginales de San Pedro Sula, corazón industrial de Honduras, parecen pueblos fantasmas. En Lomas del Carmen -"Lomas del crimen", dicen algunos-, ni un alma hay en las calles. Son zonas bajo virtual toque de queda.

"Tenemos un policía por unos 2.000 habitantes, lo idóneo es por cada 300. No hay recursos materiales ni humanos", dice el jefe policial de San Pedro Sula, Edgar Flores Padilla, entre decenas de agentes listos a salir en aparatoso patrullaje nocturno.

En otro punto de la ciudad se reúnen en terapia unas 80 víctimas de la violencia: "A mi hijo le metieron ocho balas por robarle el carro. No sé quién lo mató. No investigan nada. Uno corre peligro por decir esto. Los muertos quedan en una estadística", dice Blanca Salazar.

Dedicadas al "narcomenudeo", al sicariato, a extorsionar transportistas, empresarios y hasta a la vendedora de tortillas de la esquina, las pandillas, como la Mara Salvatrucha (MS) y la Mara 18 (M18), libran una sangrienta lucha territorial

Pandilleros, narcos y delincuentes comunes están armados hasta los dientes. El 80% de los crímenes en Honduras son con armas de fuego. De tres millones que circulan en Centroamérica, unas 800.000 están en este país.

Nadie confía en nadie ni se sabe de dónde viene el disparo. Mirando a todos lados en el parque de San Pedro Sula, una mujer relata, bajo anonimato, que la policía hizo desaparecer a su esposo por su activismo social en una colonia dominada por las maras.

La rectora universitaria Julieta Castellanos sufrió en carne propia la corrupción policial. Su hijo murió bajo las balas de varios agentes hace seis meses, lo que destapó el involucramiento de cientos de policías en extorsiones, narcotráfico y sicariato.

"Tenemos que sacar las manzanas podridas. Estamos trabajando para ganar confianza en la población", admitió Flores Padilla. La rectora, sin embargo, duda de una autodepuración policial: "No se pueden investigar a sí mismos".

La situación es tal que el obispo auxiliar de San Pedro Sula, Rómulo Emiliani, va de cuartel en cuartel evangelizando policías. "Les hablo de dignidad, de honor y de Dios", dice el prelado, que también trabaja con las maras.

En esta espiral de violencia, las cárceles están colapsadas. Trece reos murieron en marzo en una reyerta en la sobrepoblada cárcel de San Pedro Sula, 45 días después del incendio en el penal de Comayagua que dejó 361 muertos, una de las peores tragedias carcelarias del mundo.

"Estamos impotentes. Nuestro país se desmorona", resume Julia Alvarado, a quien le mataron una hija de 19 años.

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