Jaques Rogozinski, director de la Corporación Interamericana de Inversiones, analiza los obstáculos para el crecimiento de México.
Sin rodeos: México no crece porque compramos una receta económica incompleta. Nadie nos detalló, además, el costo de los insumos faltantes ni el orden en que debían mezclarse los ingredientes o cuánto tiempo debían marinarse.
La receta que adoptamos incluye acabar con los monopolios, eliminar la corrupción, fomentar la educación, abrirse a la inversión extranjera, liberalizar y desregular la economía. Pero esos ingredientes –mayoritariamente presentes en el Consenso de Washington– no garantizan el éxito ni fueron los únicos utilizados por los países desarrollados.
De hecho, según escribe Stephen King, economista jefe del conglomerado HSBC, en su reciente libro Losing Control, el desarrollo económico del mundo occidental no ha sido sólo el resultado de ganancias de productividad o de la acción solitaria de las fuerzas del mercado. Esas naciones son ricas porque “pudieron arreglar la economía global para que encaje con sus objetivos, utilizando una combinación de poder económico, político y militar”.
En pocas palabras, no hay receta mágica. En crecimiento económico, el orden progresivo en que se combinan las variables altera radicalmente el resultado, algo probado a lo largo de la historia por los países más avanzados. Esa misma ecuación explica, en parte, por qué también crecen países emergentes con niveles similares de educación y corrupción que México: tienen sus propias recetas.
Los ingredientes faltantes
Uno de los ingredientes omitidos de la receta comprada por México es la imperiosa necesidad de generar industrias de escala y dominancia internacional, como lo hacen las grandes potencias y, más recientemente, las potencias emergentes. “Países con un gran número de productores dominantes tienden a ser más prósperos que aquellos [que no los tienen] –escribió Clyde Prestowitz, negociador principal de comercio de Ronald Reagan para Asia–. Sus líderes a menudo aplican políticas intervencionistas para que sus productores alcancen y mantengan la dominancia”.
¿Pruebas al canto? El programa europeo de Airbus, el consorcio Sematech en Estados Unidos, las industrias de construcción de barcos y semiconductores de Japón, las 10 industrias clave de China. Y no sólo las grandes naciones se han diferenciado logrando dominancia en ciertos sectores. Allí está Suiza, una potencia financiera merced a las cuentas secretas, cuya protección ha capitalizado su mercado interno por décadas.
Los gobiernos de esos países tomaron decisiones políticas que favorecieron la creación de escala, una línea que también han seguido economías como Corea del Sur y Brasil. El Estado coreano promovió empresas como Samsung, Hyundai y LG hasta que fueron competitivas a nivel global. El diálogo fluido entre empresariado y gobiernos está detrás del creciente poderío de Brasil. Hoy el ingreso per cápita de Corea del Sur y el PIB de Brasil duplican los de México, dos economías más pequeñas unos años atrás.
La lección: los países exitosos apoyan a sus sectores estratégicos dentro y fuera de su territorio y no facilitan que grupos extranjeros los controlen. Esos sectores cambian en el tiempo y en el espacio pero los gobiernos mantienen sus ideas: saben que un empresario nacional tiene más incentivos para atender las necesidades locales que uno extranjero.
“Por años, el FMI y otras instituciones dijeron a los países que privatizaban activos que removieran restricciones a la inversión extranjera porque la nacionalidad no importaba –escribió el Nobel de Economía Joseph Stiglitz en el estudio de 2009 Government Failure vs. Market Failure–. Pero la propiedad de las empresas importa, porque afecta los incentivos [del dueño]”.
¿Una prueba reciente? La crisis. Es sorprendente la rapidez con que los países desarrollados abandonaron sus recetas y se lanzaron a proteger a sus industrias relevantes, como Estados Unidos con los bancos y compañías automotrices.
El azafrán de la paella
México no parece comprender la dimensión de la realidad. Su petróleo, turismo y remesas no alcanzan para diferenciarse y tampoco puede aprovecharse de su industria más rentable –la logística y transporte de drogas–, pues no es legal.
En paralelo, alimentamos paradojas absurdas. Tenemos especial dureza con el capital local pero cándida blandura con el extranjero. No parece importar que un gigante global, apoyado por su gobierno, busque dominar industrias clave, como banca o telecomunicaciones, que no están igualmente abiertas en su país. Pero nos da una ira de telenovela si un mexicano las controla: seguro que es amigo del Presidente.
En materia de reclutamiento de talento, en cambio, hacemos todo lo contrario. Bienvenidos a otro episodio de esquizofrenia nacional: México está repleto de obstáculos para permitir la entrada a científicos o ingenieros extranjeros de alta calificación, pero no tiene políticas de retención para sus mejores cerebros ni éxito en repatriarlos.
De nuevo, mezclamos mal los ingredientes. Fuera de nuestras fronteras, desde Singapur a Canadá, de Israel a la Unión Europea, todos tienen políticas para atraer trabajadores calificados a sus empresas o para crear otras innovadoras. En Estados Unidos, por ejemplo, los inmigrantes más talentosos fundaron durante la última década 25% de las compañías de Silicon Valley, incluida la dominante Google. Mientras otros lo saborean, nosotros nos perdemos el azafrán de la paella.
Lo complejo de la situación es que la lista incompleta de ingredientes excede largamente esta somera enumeración que ensayo. México carece de una estrategia clara, progresiva y secuencial, para educar a su población para la economía de la innovación o para lidiar con la corrupción y la deshonestidad o para resolver la ausencia de crédito. Entre otras carencias, nuestra diplomacia no muestra –¿no tiene?– decisión para ayudar a las empresas mexicanas a hacer negocios en el mundo, como cualquier nación en crecimiento. Las necesidades son urgentes. Debemos prestar atención a los ingredientes faltantes para completar una receta propia adaptada al paladar local, en vez de seguir echando insumos sueltos a un guiso extraño. La calidad de esos ingredientes y el modo en que los mezclemos incidirán en nuestro futuro.
Jacques RogozinskiLa receta que adoptamos incluye acabar con los monopolios, eliminar la corrupción, fomentar la educación, abrirse a la inversión extranjera, liberalizar y desregular la economía. Pero esos ingredientes –mayoritariamente presentes en el Consenso de Washington– no garantizan el éxito ni fueron los únicos utilizados por los países desarrollados.
De hecho, según escribe Stephen King, economista jefe del conglomerado HSBC, en su reciente libro Losing Control, el desarrollo económico del mundo occidental no ha sido sólo el resultado de ganancias de productividad o de la acción solitaria de las fuerzas del mercado. Esas naciones son ricas porque “pudieron arreglar la economía global para que encaje con sus objetivos, utilizando una combinación de poder económico, político y militar”.
En pocas palabras, no hay receta mágica. En crecimiento económico, el orden progresivo en que se combinan las variables altera radicalmente el resultado, algo probado a lo largo de la historia por los países más avanzados. Esa misma ecuación explica, en parte, por qué también crecen países emergentes con niveles similares de educación y corrupción que México: tienen sus propias recetas.
Los ingredientes faltantes
Uno de los ingredientes omitidos de la receta comprada por México es la imperiosa necesidad de generar industrias de escala y dominancia internacional, como lo hacen las grandes potencias y, más recientemente, las potencias emergentes. “Países con un gran número de productores dominantes tienden a ser más prósperos que aquellos [que no los tienen] –escribió Clyde Prestowitz, negociador principal de comercio de Ronald Reagan para Asia–. Sus líderes a menudo aplican políticas intervencionistas para que sus productores alcancen y mantengan la dominancia”.
¿Pruebas al canto? El programa europeo de Airbus, el consorcio Sematech en Estados Unidos, las industrias de construcción de barcos y semiconductores de Japón, las 10 industrias clave de China. Y no sólo las grandes naciones se han diferenciado logrando dominancia en ciertos sectores. Allí está Suiza, una potencia financiera merced a las cuentas secretas, cuya protección ha capitalizado su mercado interno por décadas.
Los gobiernos de esos países tomaron decisiones políticas que favorecieron la creación de escala, una línea que también han seguido economías como Corea del Sur y Brasil. El Estado coreano promovió empresas como Samsung, Hyundai y LG hasta que fueron competitivas a nivel global. El diálogo fluido entre empresariado y gobiernos está detrás del creciente poderío de Brasil. Hoy el ingreso per cápita de Corea del Sur y el PIB de Brasil duplican los de México, dos economías más pequeñas unos años atrás.
La lección: los países exitosos apoyan a sus sectores estratégicos dentro y fuera de su territorio y no facilitan que grupos extranjeros los controlen. Esos sectores cambian en el tiempo y en el espacio pero los gobiernos mantienen sus ideas: saben que un empresario nacional tiene más incentivos para atender las necesidades locales que uno extranjero.
“Por años, el FMI y otras instituciones dijeron a los países que privatizaban activos que removieran restricciones a la inversión extranjera porque la nacionalidad no importaba –escribió el Nobel de Economía Joseph Stiglitz en el estudio de 2009 Government Failure vs. Market Failure–. Pero la propiedad de las empresas importa, porque afecta los incentivos [del dueño]”.
¿Una prueba reciente? La crisis. Es sorprendente la rapidez con que los países desarrollados abandonaron sus recetas y se lanzaron a proteger a sus industrias relevantes, como Estados Unidos con los bancos y compañías automotrices.
El azafrán de la paella
México no parece comprender la dimensión de la realidad. Su petróleo, turismo y remesas no alcanzan para diferenciarse y tampoco puede aprovecharse de su industria más rentable –la logística y transporte de drogas–, pues no es legal.
En paralelo, alimentamos paradojas absurdas. Tenemos especial dureza con el capital local pero cándida blandura con el extranjero. No parece importar que un gigante global, apoyado por su gobierno, busque dominar industrias clave, como banca o telecomunicaciones, que no están igualmente abiertas en su país. Pero nos da una ira de telenovela si un mexicano las controla: seguro que es amigo del Presidente.
En materia de reclutamiento de talento, en cambio, hacemos todo lo contrario. Bienvenidos a otro episodio de esquizofrenia nacional: México está repleto de obstáculos para permitir la entrada a científicos o ingenieros extranjeros de alta calificación, pero no tiene políticas de retención para sus mejores cerebros ni éxito en repatriarlos.
De nuevo, mezclamos mal los ingredientes. Fuera de nuestras fronteras, desde Singapur a Canadá, de Israel a la Unión Europea, todos tienen políticas para atraer trabajadores calificados a sus empresas o para crear otras innovadoras. En Estados Unidos, por ejemplo, los inmigrantes más talentosos fundaron durante la última década 25% de las compañías de Silicon Valley, incluida la dominante Google. Mientras otros lo saborean, nosotros nos perdemos el azafrán de la paella.
Lo complejo de la situación es que la lista incompleta de ingredientes excede largamente esta somera enumeración que ensayo. México carece de una estrategia clara, progresiva y secuencial, para educar a su población para la economía de la innovación o para lidiar con la corrupción y la deshonestidad o para resolver la ausencia de crédito. Entre otras carencias, nuestra diplomacia no muestra –¿no tiene?– decisión para ayudar a las empresas mexicanas a hacer negocios en el mundo, como cualquier nación en crecimiento. Las necesidades son urgentes. Debemos prestar atención a los ingredientes faltantes para completar una receta propia adaptada al paladar local, en vez de seguir echando insumos sueltos a un guiso extraño. La calidad de esos ingredientes y el modo en que los mezclemos incidirán en nuestro futuro.
(*) Desde enero de 2000, dirige los esfuerzos de la Corporación Interamericana de Inversiones (CII) por promover el desarrollo económico de América Latina y el Caribe a través del financiamiento de las empresas privadas, preferentemente de mediana y pequeña escala. Llegó a la CII tras desempeñarse como asesor para Asuntos del sector privado de la vicepresidencia ejecutiva del BID. Previamente, fue director jefe de la Unidad de Desincorporación de Entidades Paraestatales de México, donde lideró las desinversiones del Estado en empresas como Telmex y Mexicana de Aviación, entre otras. Autor de diversos libros y ensayos sobre las privatizaciones en México, ha sido conferencista en foros internacionales. Posee un BA en Administración de Negocios del ITAM y es maestro y doctor en Economía por la Universidad de Colorado, Estados Unidos.
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