El sonido de la expresión hoy retumbó tan fuerte en mis oídos que experimenté como se aturdía mi alma. Entonces entendí que eso mismo es lo que le pasa a la gran masa de gente que, ignorando las enseñanzas del Eterno a través de su revelación escritural, se dejan conducir por la tradición invalidante de la religión. Están sordos debido a la repetición constante de paradigmas extremadamente alejados de la Verdad. En este caso puntual estoy refiriéndome a la expresión sumo pontífice, la misma ha sido usada hasta el abuso durante una semana, pero en el día de hoy el abuso extralimitó los grados de la morbosidad psicológica, ya que los medios, usando la palabra como instrumento manipulador de emociones la repitieron sin descanso aplicándola a un hombre que, más allá de su cargo de liderazgo estatal, no se encuentra meritado por la Divinidad para tal posición y título.
Comenzaré enseñándoles que la palabra pontífice es de origen latino. Viene de pons,
puente. Se sabe que en la antigua Roma había una sociedad sagrada cuyos
miembros eran llamados pontífices, porque al principio eran ellos los
encargados de velar por que cierto puente sobre el río Tíber estuviese siempre
en buenas condiciones. Esta sociedad tenía la responsabilidad del culto a los
dioses. El jefe que lideraba este grupo era llamado con el nombre del Pontífice Máximo.
Si acudimos al Diccionario de la Real Academia Española veremos que nos indica que el
pontífice era el “magistrado sacerdotal que presidía los ritos y ceremonias
religiosas en la antigua Roma”. Este magistrado era como un puente entre los
fieles y las deidades paganas. De allí el título pasó al uso eclesiástico y le
fue conferido especialmente al obispo o arzobispo de una diócesis. El sumo
pontífice, o pontífice máximo, es, naturalmente, el que ocupa la posición más
elevada en la jerarquía episcopal. En los primeros años del siglo IV (comienzo de la religión llamada cristianismo) este era el título que se le confirió al obispo romano posteriormente Papa de la Iglesia Católica.
Ahora bien, yendo juntos hasta las Sagradas Escrituras, tenemos que saber que el título pontífice aparece en versiones castellanas
antiguas del Nuevo Testamento (carta a los Hebreos, 2:17; 4:14; 5:5; 7:26;
8:1). Los autores de estas versiones fueron más bien influenciados por las traducciones latinas
de las Sagradas Escrituras que regían las creencias de su época. Por ejemplo, en la versión latina llamada Vulgata se
encuentran las expresiones “Pontíficem magnum” (gran Pontífice) y “habemus
Pontificem” que significa "tenemos un Pontífice" (Heb. 4:14-15. texto latino en la Versión de
Felipe Scio de San Miguel).
Buscando siempre ser veraces debemos entender que en el idioma original del Nuevo Pacto (expresión correcta para Nuevo Testamento), o sea el griego koiné, el vocablo traducido por pontifex en la Vulgata, es arjiereús, que traducido correctamente significa sumo sacerdote, tal como se lee en las versiones modernas del Nuevo
Testamento en nuestro idioma. Según los escritores neotestamentarios, el
arjiereús, o sumo sacerdote, es Jesucristo, el Hijo de Dios. El es el sacerdote
por excelencia y Pontífice Máximo.
El profeta Isaías dice:
“vuestras iniquidades han hecho
división entre vosotros y vuestro Dios, y vuestros pecados han hecho ocultar su
rostro para no oír” (59:2). En este oráculo ya hacía observar que la presencia de varones que se hacían llamar sumos sacerdotes no alcanzaba para establecer la perfecta comunión con el Eterno y así alcanzar la plena Unidad con Su propósito.
Solamente
Jesucristo, manifestando el Nuevo Pacto de Dios se convierte en nuestro puente o sumo pontífice. Él es quien verdaderamente nos ha llevado a participar de la
vida de Dios. ¡Él es el mediador entre Dios y el hombre! Así lo afirma san Pablo
en su Primera Carta a Timoteo (2:5).
En otros documentos bíblicos,
especialmente en la Carta a los Hebreos, se explica de manera amplia por qué
Jesucristo es el mediador, o Sumo Pontífice, entre Dios y nosotros.
El único sumo pontífice que el Eterno Dios dio se llama Jesucristo el Señor.
Nuestro Sumo Pontífice es tan humano, tan semejante a
nosotros, que no se avergüenza de llamarnos sus hermanos (Heb. 2:10-18; Jn.
1:14).
Durante su ministerio terrenal Él experimentó muchas de nuestras
miserias y angustias. Padeció siendo “tentado en todo según nuestra semejanza”,
aunque sin rendirse al mal (Heb. 2:18; 4:15), y en su estado de humillación
aprendió, por medio de los sufrimientos, lo que significa la obediencia al
Padre Celestial (Heb. 5:8-10). Él puede, por lo tanto, “ser misericordioso y
fiel sumo sacerdote en lo que a Dios se refiere” (Heb. 2:17), socorrernos en la
tentación (Heb. 2:18) y compadecerse de nuestras debilidades (Heb. 4:15).
Jesucristo, nuestro sumo sacerdote, es “santo,
inocente, sin mancha, apartado de los pecadores, y hecho más sublime que los cielos”
(Heb. 7:26). Él no tiene necesidad, como los sumos sacerdotes en Israel, “de
ofrecer primero sacrificios por sus propios pecados” (Heb. 7:27; 5:3), porque
no tiene en sí mismo ningún pecado que expiar.
Siendo Jesucristo, el sacerdote de carácter
inmaculado, y el autor de nuestra salvación, la única conclusión aceptable es
la que las Escrituras nos revelan; es decir, que no hay otro Sumo Sacerdote, o Sumo Pontífice, entre Dios y el ser humano, sino Jesucristo hombre (1 Tim. 2:5). El
dice: “Yo soy el camino, y la verdad, y a vida, nadie viene al Padre, sino por
mí” (Jn 14:6).
Es muy importante dejar establecido que en la Biblia el adjetivo "sumo" es excluyente. Esto quier decir que sólo puede haber un sumo
pontífice en el plano de la redención.
La lógica de la Escritura es
irrebatible. Se enseña en la Nueva Alianza que en contraste con el sistema
mosaico, todos los creyentes en Jesucristo somos sacerdotes (1 Pedro 2:9).
Todos, sin excepción, somos llamados a ofrecerle sacrificios a Dios (1 Pedro
2:4-5; Fil. 4:18; Heb. 13:15-16), comenzando por la ofrenda de nosotros mismos
sobre el altar de la dedicación a Él (Rom. 12:1-2). Todos somos llamados a interceder
los unos por los otros (Stg. 5:16), y a proclamar las excelencias de Aquel que
nos llamó de las tinieblas a su luz admirable (1 Pedro 2:9-10). Todos tenemos
libre acceso a Dios (Ef. 2:18; Heb. 4:16; 10:19-23).
Por supuesto, se dice también en las páginas
neotestamentarias que hay personas especialmente dotadas por el Espritu Santo
para la enseñanza y la administración de la Iglesia; pero no se menciona más
que un Sumo Sacerdote, o sumo pontífice: Jesucristo. Él es el pastor y obispo
de nuestra alma (1 Pedro 2:25), y el Príncipe de los pastores (1 Pedro 5:1-4). Solamente a Él debemos adorar, amar, servir, y esperar con singular devoción, recordando
siempre que el amor a Dios tiene que traducirse en amor a todos nuestros
semejantes, a quienes somos deudores del Evangelio de Su gracia. El amor incomparable de
Cristo, nuestro sumo sacerdote, debe constreñirnos a entregarnos totalmente, en
humildad, al servicio de los demás.
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